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Tarde exquisita

Tal vez nunca había tenido una tarde tan exquisita. Nos tomamos un café a la sombra de la terraza, donde de pronto alguna ráfaga refrescaba un poco el calor del incandescente sol que ardía sobre el despejado cielo. Conversamos hasta que las tazas estuvieron vacías, cuando se nos ocurrió ir a bañarnos al río. Hacía tiempo que teníamos ganas de ir a una poza que encontré en una de mis caminatas, pero habíamos estado esperando por un clima como el de hoy, cálido y veraniego, pero con los frescos matices de los vientos, que de vez en cuando bajan de las montañas.


Alistamos nuestras cosas y emprendimos camino por el sendero del río, que avanza paralelo entre la corriente de agua y la densa vegetación. Caminamos río abajo por el bien conocido sendero durante unos diez minutos hasta salir al camino grande, tras un par de vueltas nos volvimos a introducir en la selva y bajamos hasta encontrar la poza. El frescor irradiaba y nos quitamos la ropa para entrar al agua rápido, sin pensarlo mucho, más rápidos que el choque térmico y que el arrepentimiento. Nos sumergimos y jugamos, mientras que el agua se llevaba el exceso de calor. Potentes rayos solares lograban filtrarse entre el denso follaje, creando brillantes reflejos sobre la superficie del agua en movimiento, donde cientos de pececillos merodeaban curiosos.  El agua reflejaba los rayos de vuelta, iluminando el abovedado espacio que brillaba en todos los tonos de verde. Sin nada más que el sonido de la corriente, un jilguero perdido en la profundidad del bosque y nuestras risas.


Tras un rato, el agua ya no se sentía fría, estábamos aclimatados y habiendo disfrutado suficiente, nos salimos; nuestros cuerpos se calentaron inmediatamente, todo afuera del agua estaba más cálido. Nos secamos y nos vestimos mientras contemplábamos el espectáculo de luces bajo la bóveda de árboles. Volvimos por el camino grande y al llegar nos tendimos sobre el césped, donde el sol nos volvió a inundar con su calidez. Desde el suelo del jardín vimos las flores naranjas sacudiéndose en las copas de los árboles y contrastando con el cielo azul, y en lo alto unas ligeras y tenues nubes que atravesaban el firmamento a toda velocidad. La perra vino a unirse en el descanso, que disfrutamos hasta que el sol empezó a esconderse entre las bougainvilleas de la cerca; vibraban de morado y violeta como si atraparan los rayos del sol para brillar con más potencia. Conversamos un poco más hasta volver a quedar en silencio, contemplando, sintiendo la suave hierba bajo nuestras espaldas desnudas y el calor de la tarde recargándonos de fuerza vital. El sol bajó un poco más y muy sutiles gotas de agua empezaron a caer, invisibles e inofensivas, frías y refrescantes; nos llegaban a anunciar el final de aquel juego de contrastes y de aquella espléndida tarde. Nos levantamos y volvimos a casa, satisfechos y alegres por aquella exquisita tarde.


Pero la tarde no había terminado de deleitarnos. Una vez en la casa, volvimos a nuestros quehaceres —Nada muy importante en el caso de ambos— Me senté a pasearme por las páginas de un libro, con los pies sobre mi escritorio, que está frente a la ventana del jardín; donde ahora una suave niebla acompañaba a la llovizna. Los pajarillos que hacía unas horas se habían deleitado con nosotros, buscaban refugio en el denso follaje del callistemon frente a mi ventana. Me llamó la atención un pájaro bobo que al mirarlo yo a él, me regresó su mirada atenta, como si supiera que lo estaba viendo con atención. Su brillante plumaje verde con acentos azules resplandecientes resaltaba, —a pesar de él estar seguro de tener buen camuflaje—. Por un buen rato nos observamos el uno al otro, con curiosidad, yo admirando sus brillantes plumas y el pequeño antifaz negro y él seguramente preguntándose ¿que era eso que estaba leyendo? por un breve instante mi mirada regresó a las palabras en mi libro, pero cuando volví a buscarlo había desaparecido. Así varios pajarillos desfilaron frente a la ventana hasta que la oscuridad empezó a colonizar el paisaje, la llovizna había pasado a ser lluvia, y luego un torrencial aguacero. Yo volví a ver a mi esposa y le dije «¡Que linda tarde! » ella respondió «¡Perfecta!».


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