Los vientos alisios cobraron significado cuando terminé el primer grado de la primaria, sin duda los había sentido antes, pero nunca fueron tan relevantes y simbólicos como en aquella ocasión. Por primera vez en mi vida había esperado con ansias el final de un año lectivo y ya en las últimas semanas de noviembre se hicieron sentir, augurando el ansiado final. A pesar de que tanto mis papás como la televisión me habían vendido muy bien la idea de tener útiles escolares, cuadernos, libros, mochila y un uniforme; ese primer año de escuela no era algo que quisiera repetir.
Mi maestra de primer grado que probablemente era muy amable y buena, se había esforzado sobresalientemente para enseñarme a escribir, a sumar y a restar, es la única maestra de escuela de la que aún recuerdo su nombre —La Niña Lucia— Ella probablemente estaba aún en sus veintes, pero para mi solo era una adulta más y una que había conseguido convertirse en una de las personas más indeseables en mi vida; no la quería ver ni escuchar más. Tras un año entero de levantarme temprano y alistarme, para ir a montarme en aquella buseta llena de niños alterados, y probablemente tan o más traumatizados que yo; tras un año de ver a la pobre maestra como a un policía, como a un guardia de aquella cárcel, que le mandaba quejas a mi madre. Tras los castigos y tardes enteras haciendo tareas, con las que tanto yo como mi madre detestábamos tener que lidiar. Después de un año de contar los días y los minutos en el gran reloj, encima de la puerta de aquel salón enorme, en el que compartía mi sufrimiento con casi cuarenta niños más y después de un año como nunca antes había tenido, fue que por primera vez esperé con ansias y una emoción enorme por el final.
Así, el final de noviembre, en el que los vientos alisios sacudían las hojas de los enormes árboles del parque, con sus largas ráfagas, frías y secas, empezaban su lucha con el brillante sol que trataba de calentar. El constante cambio del ardor solar y el frío aire creaban la atmósfera única de la época y daban la señal de que aquel esperado momento se acercaba. De pronto un suéter se convertía en la acogedora manera de alterar el monótono uniforme y la gris escuela se llenaba de colores. A todos se les sentía dar un respiro de tranquilidad, las revoluciones bajaban y la seriedad se iba convirtiendo en una alegría, que no era única para mi, todos incluso la maestra se sentían mejor. El final del año y la navidad se acercaban, pero si en aquella navidad hubiera podido pedir no tener que volver a la escuela el año siguiente, no hubiera dudado en reemplazarlo por cualquier regalo que don colacho pudiera tener en su saco.
Para el segundo año traté de ser optimista, tal vez este año sería mejor, nueva maestra, nuevos compañeros, nueva aula; pero el mismo uniforme, zapatos de vestir, pantalón azul, camisa blanca, corbata roja, bien peinado, muy civilizado. Ese año no fue mejor, y fue cuando conocí mis primeros pensamientos intrusivos. Las aulas de segundo grado estaban en el segundo piso tras subir unas anchas escaleras, en un largo pasillo, lleno de puertas con los números: 2-1, 2-2, .2-3… y al frente, una hermosa baranda de hierro con un lindo sobre de madera, que habían sido fabricados cien años atrás. La baranda me llegaba al pecho y era todo lo que me separaba del catastrófico accidente que me podría mandar a casa por meses. Todos los días caminaba junto a la baranda, hasta los baños al final del largo pasillo, corría con mis dedos sobre ella y me imaginaba aquel salto y aquella larga caída. Pero solo seguía caminando, sintiéndome peor por no tener la valentía de hacerlo. En los recreos me recostaba en la baranda y veía las palomas en las canoas del edificio ir y venir, soñaba que volaba como ellas y solo me iba, si pudiera volar ya nada importaría y no tendría que volver a ese lugar nunca más. No quería estar ahí, quería salir a andar en bicicleta, correr por los cafetales y jugar a discreción, sin sirenas, sin policías vigilando, sin obligaciones ni consecuencias. A pesar de todo siempre traté de ser un buen prisionero, por alguna razón parecía ser importante para mis papás, y esto me hacía sentir como un mal hijo, incapaz de hacer con gusto lo único que me pedían.
Un día al salir de clases lo sentí de nuevo. Eran los vientos alisios, tan fríos y secos como los recordaba, las copas de los árboles se agitaban en lo alto y sentí como por momentos el viento se llevaba el calor del sol. Un año había pasado y aquellos vientos me volvían a llenar de alegría, se acercaba el final y llegaba el tiempo para volver a ser niño. Sin horarios ni obligaciones, era el tiempo en el que podía ser auténticamente yo, y en el que a nadie le molestaba que lo fuera, en el que todos estaban alegres, en el que podía jugar y correr las horas que quisiera, en el que la vida se llenaba de los colores del verano. El tiempo en el que todos recordábamos cómo vivir bien y las cosas que realmente eran importantes.
Los años fueron pasando y con cada uno, creció la fuerza de aquella emoción; sentir los vientos alisios se volvía más y más penetrante, como una marca en mi alma, como una cicatriz. La secundaria no hizo las cosas mejores, entre más crecía mi cuerpo, más frustración almacenaba, más fuerte era aquella emoción y más rebelde ante aquella incomprensible condición. Para el décimo año de condena ya no soportaba más, me sentía hombre, con ideas propias, con ansias de ser libre y de valerme por mí mismo. Durante ese año muy conscientemente decidí que no iba a tolerarlo más, no iba a hacer lo que me dijeran, decidí tomar las riendas y asumir las consecuencias, iba a hacer exactamente lo que yo quisiera, y todo aquel que se opusiera a mi autonomía iba a tener que luchar conmigo, era hora de la revolución. Así fue, y ese año fue traumatizante para todos; compañeros de clase, profesores y sobre todo para mis papás. Pero por primera vez disfruté, me reía en la cara de mis frustrados profesores y trataba sus absurdas amenazas como chistes irrelevantes. Me volví indomable, iba y venía, entraba y salía de clases como si fuera una de aquellas palomas en el techo de la escuela, podía volar. El colegio se convirtió en mi campo de juego e incluso los vecinos de aquella institución lo notaron. Todos pensaban que tenía problemas y que estaba fuera de control; psicólogos, monjas, maestros, familiares, nadie sabía qué hacer conmigo. Mi casa se había convertido en una lucha entre la independencia y la opresión y nunca lo comprendieron. ¿Por qué un muchacho querría ser libre? si todos hacemos lo que nos dicen. Nunca comprendieron que cada uno de mis actos eran conscientes e intencionales.
Los vientos alisios llegaron y la alegría me llenó de la misma forma que siempre, pero esa vez fue especial, sabía que tras aquel caótico año nadie iba a permitir que yo volviera a aquel campo de concentración, esta vez era el final. En algún momento mi papá muy serio, frustrado y derrotado me dijo que tendría que terminar la educación a distancia, mientras yo aplaudía de felicidad en mis adentros. Un año después habría concluido mi condena, nuevamente acompañado de los vientos alisios, pero ahora era un adulto y había aprendido mi lección, nunca intentaría ser un niño de nuevo. Aprendí a ser independiente, aprendí que yo soy quien decide a dónde va mi vida, ahora era libre, ahora podía aprender.
Cada año los vientos alisios vuelven y aún me emocionan hasta los huesos, la vieja cicatriz se hace sentir y me llena de alegría, por la llegada de aquel esperado augurio de que es el momento en el que puedo ser un niño otra vez.

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