Mi papá y yo habíamos llegado desde las cinco de la mañana, y llovía sin piedad. Nos refugiamos bajo el alero de una bodega, que era lo único en el paisaje aparte de la exuberante vegetación de la Tigra Sancarleña; cerca estaba un perro, sentado frente a su pequeño habitáculo, amarrado de una cadena, no se movió ni hizo ningún ruido, nuestra llegada le fue indiferente. Solo estaba ahí, sentado bajo el torrencial aguacero, lo cual me llamó la atención ¿por qué se estará mojando pudiendo estar metido en su casa? Yo definitivamente no me quería mojar, tampoco quería estar ahí; pero era el ‘‘trabajo’’. Desde muy pequeño acompañaba a mi papá a trabajar y hacía de ayudante, llevando y trayendo equipos de medición que él usaba en su trabajo como topógrafo.
Pronto llegó un señor, del que anticipamos su llegada por un buen rato, en el que desde lejos se le vio acercarse caminando en medio del denso aguacero; llevaba puesto un poncho impermeable amarillo que no se perdía. Al llegar saludó a mi papá con gran alegría, sin duda se conocían y habían trabajado juntos en alguna ocasión. El señor abrió la bodega para que nos acomodáramos dentro, mientras esperábamos a que llegara el resto. El oscuro lugar tenía un fuerte aroma a alguna clase de agroquímico, fertilizante o pesticida, combinado con combustible y un penetrante olor a sobaco, proveniente de múltiples capas, cascos y ropa que colgaba de percheros en una de las paredes. Debajo de los percheros habían unas cajas de madera, todas con tapas y candados que debían ser los casilleros de la cuadrilla, y que a la vez servían de bancos donde sentarse; el único lugar donde sentarse en aquel oscuro bodegón.
Un carro bastante grande llegó unos minutos después, del que se bajaron un señor de unos 60 años, canoso y un poco pasado de peso, vestía bastante elegante para la ocasión y con él venía otro más delgado con un atuendo que lo delataba como uno de los ingenieros, no vestía como peón ni tan elegante como el gordo. En efecto era así, el señor gordo era sin duda el dueño de aquella planta hidroeléctrica, le dio la mano a mi papá y lo saludó respetuosamente pero al otro señor ni lo volvió a ver. Una intensa conversación empezó de inmediato, el señor gordo era bastante ruidoso y se le sentía molesto y apurado; yo suponía que así como yo, él tampoco quería estar ahí ¿quién podría desearlo?
Empezaron a llegar más trabajadores, que pronto me empezaron a rodear, conforme iban llegando a prepararse para su jornada, a todos les parecía simpático que yo, con unos diez años estuviera ahí sentado en medio de aquel barullo, completamente fuera de lugar. Para mi el ambiente ya era insoportable, el ruido, los comentarios, la oscuridad, la gotera que de vez en cuando me caía justo en la nuca ¡y el olor! sobre todo el olor. Sentía como si me estuviera envenenando solo de estar ahí; así que me levanté y me fui afuera, bajo el alero. Seguía lloviendo torrencialmente, pero afuera por fin el aire estaba fresco. En el fondo de la bodega, en medio del barullo de los peones, se escuchaba al señor gordo que discutía con el ingeniero, con bastante intensidad y se le escuchaba al ingeniero responder con bastante más respeto, pero también con cierta contundencia. Se sentía la clara molestia y de vez en cuando los dos callaban para escuchar lo que mi papá les recomendaba.
Yo pensaba que seguramente no íbamos a poder trabajar con aquel baldazo. Nosotros habíamos ido para levantar curvas de nivel, o en otras palabras: Para hacer un mapa del relieve del terreno, donde se construiría el embalse de una planta hidroeléctrica; o al menos eso creo. Yo estaba ahí de ‘‘ayudante’’ aunque a mis diez años no hacía mucho más que llevar el equipo y acompañar a mi papá. A él le gustaba darme la oportunidad de sentir el trabajo con mis cinco sentidos y de experimentar el ganarme las cosas con el sudor de mi frente, que aprendiera a salir al campo y valerme por mí mismo; quería que supiera cómo se siente ganarse un dinerillo. Por lo que a pesar de que conocía bien las penurias del trabajo, cada vez que me invitaba a ir con él, yo accedía, e incluso a veces negociaba mi pago, dependiendo del calibre del montazal o del barranco en el que tendría que ganarme aquellos cinquillos.
Muchas veces habíamos estado metidos en lugares incómodos, sucios y mojados; pero ese día se sentía como si estuviéramos a punto de entrar en las trincheras de la primera guerra mundial. A las 7:30am la lluvia cesó un poco, pero aún caía un aguacero moderado. Mi papá se asomó por la puerta de la bodega y me dijo «Vaya poniéndose la capa, ya casi vamos a salir» Yo no puse objeción, no tenía escapatoria, pero lo miré incrédulo; sabía que no había mucho que pudiéramos hacer bajo aquel aguacero, él también lo sabía. El estrés se veía en su mirada, probablemente también deseaba salir de aquel claustro hediondo y seguro prefería entrar en la selva bajo la lluvia que seguir en aquellas tensas discusiones con los señores. Me fui a poner la capa y adentro los peones ya estaban listos, se iban disponiendo al trabajo y se repartían unos radios de comunicación. Una vez con la capa puesta, volví a salir y me tiré al agua, donde rápidamente se me empaparon los tenis.
Aquel perro seguía ahí sentado, empapado, con el agua chorreando por toda su cara y su pelo; era un cruce de pastor alemán con alguna otra clase de perro, bastante grande y con mucho pelo. Me acerqué a él acaricié su cabeza, que me quedaba a la altura del pecho, y le empecé a preguntar ¿por qué no te metes en tu casita?. Él no se movió, y me veía con aquella mirada de miserable que todos los perros usan para manipular a sus dueños; la misma mirada que imitan muy bien algunos mendigos en las calles, al pedir dinero para así continuar en sus vicios. Pero yo no lo podía liberar, ni darle más que unas caricias en la cabeza y acompañarlo bajo el aguacero, como otra criatura más, que teniendo una casa cómoda y caliente, seguía ahí, bajo el triste y frío aguacero. Tal vez hacía rato que yo también tenía aquella mirada de mendigo y no me había percatado.
Mi papá salió y al vernos se acercó y también acarició al perro; a él ya se le veía más alegre y me dijo «Ya está parando la lluvia, vamos, agarre los chunches». El resto de señores empezaron a salir y al vernos se sorprendían «¡Uy! ese perro es bravísimo» dijo uno de ellos. Nosotros los miramos incrédulos mientras me despedía con unas últimas caricias. Todos empezamos a caminar con el equipo al hombro hacia la montaña, mientras seguían comentando sobre la bravura de aquel perro, al que ninguno de ellos se atrevía a acercarse, pero yo no les podía creer; la idea de que todos le tuvieran miedo a aquel pobre mendigo solo me hacía sentir más lástima por él.
El aguacero empezaba a ceder y algunos rayos de sol empezaban a filtrarse entre el dosel, creando espejos con los charcos, en los que se reflejaban las alegres copas de los robles e higuerones recién bañados; que se meneaban en las alturas, sacudiéndose de las pesadas gotas de agua que ahora caían esporádicas. Era como si finalmente estuviera amaneciendo, pero el sol ya estaba bastante alto y la luz le daba un brillo naranja incandescente al húmedo barro arcilloso, que contrastaba al ritmo de los miles de tonos de verde en la espesura del bosque. El camino bajaba muy empinado, y el lodo se pegaba en las suelas de los zapatos, volviéndolas completamente lisas. Así los resbalones estaban a la orden del día y para cuando llegamos al primer claro, que se asomaba hacia el fondo del cañón yo ya estaba completamente embarrialado.
El camino descendía zigzagueando por la ladera del cañón desnudo, donde toda aquella humedad en el suelo regresaba al cielo sutilmente, bajo el ahora ardiente sol; que creaba una atmósfera de aire denso, húmedo y caliente. Seguimos bajando junto a los dos enormes surcos que algún enorme aparato dejó a su paso, seguramente del tractor que abrió aquella palpitante herida en la montaña. Al otro lado del cañón, sólo se alcanzaba a ver más de aquella densa selva aún intacta, y en el fondo el agua corría junto al desnudo y pedregoso playón del río. Al insoportable bochorno se le sumaba el chirrido de miles de chicharras que sonaban tan fuerte que parecían estar dentro de la propia cabeza, que pedía a gritos piedad, y los zancudos no tardaron en dar con su recién servido desayuno.
Llegamos al playón empapados en sudor, tras terminar de bajar por la tractoreada ladera, en la que no había un solo árbol y ni una sola sombra; en el pedregoso playón del río apenas se avistaba un solitario árbol en la distancia. Mi papá encontró un buen lugar para estacionar su trípode y sobre ese, el instrumento de medición; que procedió a nivelar y centrar sobre un pin de hierro en suelo. Un ritual delicado, de balancear una plomada de bronce e ir ajustando minuciosamente el nivel del aparato sobre aquel irregular terreno. Todos encendieron sus radios y en cuestión de segundos los dos señores que nos acompañaron, cruzaron el río y se internaron en la selva; ahora sus voces solo se escuchaban en la radio.
Me quise sentar cerca de mi papá, pero antes de que me hubiera acercado mucho me pidió que no anduviera muy cerca del aparato, que si se llegara a mover, tendría que volver a nivelar. El suelo lleno de piedras sueltas era muy inestable como para que yo anduviera brincando por ahí. Pero yo no quería brincar, solo quería teletransportarme a mi casa, y el día de trabajo apenas empezaba. Mi papá me dijo que fuera al río y que buscara una poza donde jugar, que enjuagara mis tenis y los pusiera en una piedra a secar. Lo cual me pareció una buena idea, aunque solo pensar en desplazarme hasta la orilla del río me resultaba atormentante; pero lentamente, un paso a la vez fuí atravesando el enorme y sofocante playón. Me senté en una piedra y me quité los tenis, metí los pies en el agua y los empecé a enjuagar. Lentamente y sin ganas los restregaba, pero sin darme cuenta, el río me estaba revitalizando, poco a poco, y pronto los tenis pasaron de ser un tedio a convertirse en lanchas, con las que jugaba sobre las corrientes del río, en las que ahora me bañaba con alegría.
Un buen rato pasó en el río y cuando volví a ver buscando a mi papá, él ya no estaba ahí donde lo vi por última vez. Recorrí el amplio playón con la vista hasta darme cuenta que ya estaba en el otro extremo, más allá del solitario árbol que crecía enorme entre las piedras. Ya me había entretenido en el río suficiente y sólo quería sentarme cómodo y tomar algo; así que empecé a caminar junto a la orilla del río, hasta llegar de nuevo con mi papá. «¡Diay chavalo! tamaña jugada se pegó en el río» me dijo mientras se asomaba en la mira del teodolito. «Sí, ¿falta mucho?» él sonrió y me dijo que faltaba menos que antes. «Ahí en el bulto hay unos sándwich que mandó su mamá» Yo tomé los sandwich, una botella de agua y me fuí a sentar en la base de aquel árbol que había visto en el camino.
En la base del árbol había una gran piedra inclinada sobre la que me senté a comer. El árbol era muy alto con un follaje escaso, y su sombra era tenue, pero era lo mejor que había en todo aquel cañón. El calor volvía a azotar, las chicharras seguían calándome el cerebro, y los zancudos y moscas parecían estar alegres con mi compañía. Me recosté sobre la enorme piedra y calcé mi cabeza sobre una de las raíces que sobresalía, en la mano tenía mi gorra, que sacudía de vez en cuando ahuyentando a los insectos. Varios pensamientos pasearon por mi mente, hasta que comencé a observar las nubes correr y las ramas del árbol sacudirse en las alturas; imaginaba que eran los árboles quienes movían al viento y no al revés. Escuchaba el río y de pronto empezaba a notar los diferentes tonos y las pausas en los largos chirridos de las chicharras. Los cantos de diferentes aves empezaron a hacerse más evidentes, así como su presencia; empezaba a sentir aquel lugar de otra forma, me relajé, y lo acepté.
Me desperté de un extraño sueño, abrí los ojos y todavía estaba ahí, yo quería volver a quedar dormido pero mi nuca y mi espalda se quejaban del duro suelo. No sabía cuánto tiempo había pasado, volví a ver a mi papá y ya no estaba donde lo había dejado, me levanté todavía un poco desubicado y empecé a buscarlo. Ahora se encontraba al puro final del playón; empecé a caminar y logré escuchar las voces de los señores que hacía horas se habían internado en el bosque. Ya no hacía tanto calor, una densa nube cubría el sol. ¡Debí haber dormido un buen rato! Iba rápido brincando entre las piedras, me sentía bien, alegre y emocionado. Me senté cerca de mi papá pero no demasiado, él se alegró de verme y me dijo que no faltaba mucho, un par de estaciones más. Conversé con él y le ayudé a mover las cosas entre las estaciones, se sentía como que habían acelerado el paso para terminar antes de que volviera la lluvia.
Después de un rato y un par de estaciones más los dos señores salieron de la montaña y cruzaron el río, venían ligeros y alegres como si la hubieran estado pasando muy bien; como dos perros de caza que regresan con las presas en sus fauces. Estaban alegres sin duda, el arduo trabajo llegaba a su fin. Mientras conversaban iban recogiendo las cosas y nos íbamos preparando para salir. Estaba emocionado de terminar, pero aún quedaba subir de regreso por aquel empinado y embarrialado camino. En ningún momento me había pasado por la mente que tendría que volver a subir por ahí; dejé que la idea atormentara mi mente por un momento y abrumado solo tomé mis cosas y me dispuse, había que salir de ahí.
Una suave llovizna empezaba a caer y los señores se adelantaron, mi papá iba atrás conmigo, subiendo el empinado camino en el que, en cada paso se hundían los pies en el barro pegajoso; era como si la gravedad fuera más alta en aquel lugar. Parecía que no se iba a terminar, atascado en un momento que no acababa nunca, donde lo único que me daba fuerza para seguir era mi papá que iba conmigo y la idea de que en algún momento íbamos a llegar. De pronto, tras un pesado paso en el lodo, me hundí hasta la cintura; a los dos nos tomó un par de segundos asimilar lo que acababa de suceder. Mi papá me dio la mano y me levantó de un solo jalón; estaba afuera, pero mis tenis habían quedado en el fondo. Ambos nos reímos por un momento viendo el agujero del que habían salido mis piernas. Yo le dije: «tal vez puedo meter los pies otra vez y me vuelves a jalar a ver si los puedo sacar» lo intentamos de nuevo, pero sin éxito; solo había conseguido ensuciarme aún más, lo cual ya era irrelevante. Me dijo «Bueno a caminar descalzo, no falta mucho». Me despedí de mis viejos tenis y empecé a caminar descalzo; inmediatamente me sentí más ligero, mis pies ya no se quedaban pegados y disfrutaba la sensación del barro entre mis dedos. Fue cuestión de que lo empezara a disfrutar para que el camino acabara rápidamente. Al llegar los señores limpiaban el equipo con una manguera frente a la bodega, donde me tendí para que continuaran conmigo, nos reímos y me preguntaron por mis tenis y conversamos todos por un rato. Yo me cambié mientras mi papá terminaba de conversar, después fui a despedirme del perro y de los señores. Nos montamos al carro y emprendimos camino a casa, el viaje a la Tigra había acabado.
Unos días después, le compartiría al resto de mi familia una sarna que sin darme cuenta recogí en el árbol donde tomé aquella siesta, probablemente donde también algunos otros animales de la selva tomaron la suya. Cosa que haría de este viaje toda una memoria familiar.

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