Eran las 4 de la mañana, pero ya estaba despierto y una gran energía me pedía levantarme. La noche anterior me había acostado temprano y llevaba varios días haciéndolo. Desde que llegué a México vivía cada día sin ninguna prisa; nunca tenía nada que hacer, había llegado ahí antes de tiempo, por razones que ahora no son relevantes. Pero sabía que estaría ahí tres meses, en los que no tendría ningún trabajo, tampoco tenía mucho dinero para gastar; así que me dejé llevar por el ritmo de lo que había a mi alrededor. Madrugaba y salía a caminar; me iba al centro y me perdía en las laberínticas calles de Guanajuato, me metía a alguna cafetería o iba a comer algo en algún pequeño y escondido negocio. Varios tesoros encontré en mis excursiones.
La falta de oficio fue la que me llevó a este ritmo de vida, que yo diría que se sentía más natural. A las ocho o nueve de la noche me golpeaba el sueño fuertemente, en parte por el aburrimiento. Una vez que había comido con mis compañeros de cuarto y que ya habíamos conversado suficiente; cada quien buscaba sus propios quehaceres. Yo leía un poco, o me metía a meditar en mi dormitorio.
Era noviembre y ya se sentía un poco del frío de la época, por lo que salir de las cobijas a esas horas de la madrugada no era cosa fácil, pero quería levantarme; una enorme energía quería salir de mí y no sabía qué hacer, tampoco quería despertar a nadie. El cuarto no tenía ventanas y aunque las tuviera, aún estaría oscuro; estaba en tinieblas, no podía ver ni mis manos. Finalmente me levanté, y me quedé estático por un momento; en medio de las tinieblas, sentía el frío subir desde mis pies y mis pantorrillas contrayéndose por el choque térmico. Lo que me dio un enorme deseo de moverme mucho, saltar, girar, o correr para calentarme. Mi cuerpo analizó el escenario en un largo respiro, y de pronto, como en automático, empecé a buscar el teléfono, que no recordaba donde lo había dejado, así que a ciegas y tratando de no hacer ruido, hurgué en todos los posibles lugares, hasta que di con él en la bolsa de mi pantalón, que estaba al pie de la cama. Una vez con él en la mano, use la pequeña luz para buscar mis audífonos. Rápidamente di con ellos, me los puse y volví a apagar la luz; daba lo mismo tener los ojos abiertos o cerrados así que los cerré. En mis audífonos ya sonaba “música para volar” y con los ojos cerrados y en dos metros cuadrados comencé a bailar.
Un par de canciones después, ya no tenía frío. Al final del disco, el amanecer; saciado, tranquilo, y aquella fuerza extraña ya había salido de mí.

Me encanta ♡